Hay algo que Andrés Manuel López Obrador supo leer como pocos: el pulso del descontento nacional. En sus tres intentos por llegar a la presidencia —el último convertido en triunfo electoral— recorrió rancherías, pueblos, municipios y estados para escuchar, casi en directo, las inconformidades que el país arrastraba.
Esos recorridos fueron su materia prima: la transformó en discurso, luego en promesas y finalmente en una coalición de perfiles improbable que dio origen a un mazacote que después llamó Morena. Lo que muchos llamaron giras eran, en realidad, una encuesta viviente. Y le funcionó.
Los resultados de su gobierno dividieron: a unos los decepcionó, a otros los mantuvo cautivos. Esa base fiel —que creyó, esperó y lo acompañó— fue también el soporte del triunfo de Claudia Sheinbaum. Pero ella no tuvo el mismo recorrido territorial ni la misma acumulación de agravios propios. Y quizá por eso su discurso no resuena con la misma habilidad. Hoy su gobierno es el que va sumando inconformidades entre ese mismo pueblo (campesinos, transportistas, profesores) que cualquier partido soñaría conservar como base electoral.
Los bloqueos carreteros, las protestas de campesinos y transportistas, las manifestaciones contra la reforma a la Ley General de Aguas, los reclamos por precios de garantía, por inseguridad, por la falta de apoyos que antes los mantenían a flote; son múltiples fuegos encendidos en buena parte del país porque, dicen quienes se manifiestan, la vida diaria del campo, del transporte y de la producción se ha vuelto insostenible.
La respuesta del gobierno federal no ayudó. El lunes pasado, la secretaria de Gobernación, Rosa Icela Rodríguez, dijo que quienes lideran a los inconformes están “ligados” al PAN, al PRI y hasta al PRD (partido cuyos remanentes acogió Morena); acompañando la acusación con la frase de que algunos manifestantes “ya tenían carpetas de investigación”, una manera suavecita, suavecita de decir que el descontento podría ser perseguido penalmente. En lugar de escuchar, el poder optó por criminalizar; en vez de atender las causas, buscó descalificar a los inconformes.
Fue tal el ruido, que al día siguiente la presidenta Claudia Sheinbaum tuvo que salir a matizar las declaraciones de su secretaria: que no se interpretaran como una amenaza, que no habría persecución política. Pero cuando un gobierno tiene que explicar lo que quiso decir… ya perdió el control del mensaje. Y, más grave aún, ya sembró desconfianza entre quienes lo llevaron al poder.
Jalisco no es ajeno a esta tensión nacional. Aquí también hay carreteras bloqueadas, protestas, precios devastadores para los productores, movilizaciones que paralizan carreteras. Lo mismo ocurre en Michoacán, Sonora, Guanajuato y en otros estados, cuyos gobiernos enfrentan el mismo desafío: ¿cómo contener un descontento que no provocaron, pero que tampoco han sabido traducir en respuestas claras?
Las inconformidades que hoy recorren las carreteras de México no son un ataque.
Son un recordatorio. Ese pueblo que López Obrador supo convertir en motor político también exige ser escuchado ahora. Y si la nueva administración —el segundo piso de la 4T— quiere mantener esa base social que heredó, tendrá que recordar que la lealtad política en México nunca está garantizada: se renueva —o se pierde— todos los días.