La pobreza como carencia de medios para sobrevivir y poder desarrollar con calidad la vida de cada individuo, ha sido permanente en la historia de México. Gobiernos van y gobiernos vienen y muy pocos han podido dar resultados adecuados en el combate a ese flagelo. Si bien, la constante han sido los famélicos resultados de los programas contra la pobreza, también lo es, la carretada de dinero que se han inyectado para apuntalar las políticas y programas sociales con la intención de reducir la pobreza.
En la última década, según datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), las cosas han cambiado para bien en nuestro país, que se ha convertido en la nación de América Latina donde más se redujo la pobreza y la pobreza extrema durante la última década, representando 60 por ciento del total de la disminución de esa realidad en el subcontinente.
En México, de los 3 puntos porcentuales de reducción de la pobreza, 2 puntos se explican por una mejora en los salarios de 2018 a 2025; también contribuyeron las becas universales, las transferencias a poblaciones vulnerables, la ampliación de pensiones a adultos mayores y las remesas enviadas desde Estados Unidos.
No obstante estos favorables resultados, en nuestro país persisten los altos índices de desigualdad, entendida como la capacidad que experimentan unos cuantos para quedarse con lo que podría ser de muchos. Esta realidad cruza transversalmente prácticas legales e ilegales de diversos grupos económicos respaldados por gobernantes de una multiplicidad de partidos y corrientes políticas.
Así, pobreza y vulnerabilidad se vuelven dos caras de la misma moneda, pero con naturaleza diferente, y por lo tanto requieren de estrategias distintas para acabar con ellas.
Es cierto que la desigualdad en nuestro país es 14 por ciento menor que hace 10 años, sin embargo, 10 por ciento más rico de la población acapara 33.5 por ciento de los ingresos, mientras 10 por ciento más pobre percibe apenas 2 por ciento de la riqueza generada. Esta realidad recorre el subcontinente latinoamericano colocándolo como la segunda región más desigual del planeta, solo por debajo de África Subsahariana.
Si bien las estrategias de la 4T puestas en marcha desde 2018 han arrojados datos positivos en el combate a la pobreza, es necesario profundizar las políticas económicas, sociales, financieras y fiscales para reducir sustancialmente la desigualdad, sin descuidar la disminución de la pobreza.
A querer o no, la mejor estrategia para reducir la desigualdad cruza necesariamente por una reforma fiscal profunda y progresiva que comience a gravar las grandes fortunas y negocios de la plutocracia que, utilizando los huecos existentes en las leyes fiscales, consigue pagar reducidas cantidades de impuestos con relación a las grandes fortunas que obtiene con sus negocios.