En México se ha normalizado —aunque no debería— la violación abierta de preceptos constitucionales, muchas veces desde las propias instituciones obligadas a protegerlos. Lo más preocupante es que, con frecuencia, es el propio Poder Legislativo a través del Senado, el que por acción u omisión, permite que se ignore lo que la Constitución establece. Tres casos recientes lo evidencian con claridad.
La Constitución señala en su artículo 98 que un ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación sólo puede renunciar “por causas graves”. Esa expresión, aunque no está definida de manera exhaustiva, ha sido interpretada por la doctrina y la práctica jurídica como circunstancias excepcionales, tales como: enfermedades que imposibiliten el ejercicio del cargo, situaciones que afecten la integridad o capacidad del ministro, o razones extraordinarias plenamente verificables. Sin embargo, las renuncias de Eduardo Medina Mora y del expresidente de la Corte, Arturo Zaldívar, jamás transparentaron qué “causa grave” justificaba su salida. El Senado aceptó sus renuncias sin exigir explicaciones claras.
Algo similar ocurrió hace unos días con Alejandro Gertz Manero, hasta hace poco Fiscal General de la República. Su renuncia, presentada y aceptada con rapidez, se sustentó nuevamente en el ambiguo estándar de la “causa grave”. El artículo 102 Constitucional establece exactamente el mismo requisito para permitir que un fiscal deje el cargo. Pese a la importancia institucional del puesto —diseñado para tener autonomía y estabilidad— no se ofreció al país una explicación detallada, verificable o mínimamente convincente.
Estos casos exhiben un problema profundo: el Legislativo dejó abierta una laguna jurídica al no definir con precisión qué debe entenderse por “causa grave”. Esa omisión ha permitido que el Senado adapte convenientemente su significado según el clima político del momento, aceptando renuncias que, en los hechos, parecen responder más a negociaciones, presiones o intereses externos que a situaciones objetivas y excepcionales.
La ruta constitucional es clara: primero, la renuncia debe ser aceptada por la Presidencia; después, debe ser calificada por el Senado. Pero esa doble revisión no ha impedido que, en los tres casos, se aceptaran salidas sin la mínima claridad sobre qué imposibilitaba realmente a los funcionarios para continuar en su encargo. Por ello, es natural que la opinión pública sospeche que la “causa grave” nunca existió, y que lo que operó fueron consideraciones políticas, acuerdos internos o presiones ajenas al mandato constitucional.
La propia Suprema Corte ha dado luz sobre este concepto. En diversos precedentes —especialmente en asuntos relacionados con la remoción de magistrados electorales— el alto tribunal ha establecido que la “causa grave” implica hechos extraordinarios, objetivos y verificables que imposibiliten el desempeño del encargo. Ha dado ejemplos: enfermedad incapacitante prolongada, imposibilidad jurídica para continuar, o un deterioro severo y acreditado de las condiciones personales para cumplir el mandato. Y ha sido explícita en algo fundamental: la mera voluntad subjetiva de renunciar no constituye causa grave, pues el diseño constitucional exige estabilidad y permanencia en los cargos de alta responsabilidad.
Si se acepta una renuncia sin que exista una causa grave objetiva, entonces se erosiona el principio mismo de estabilidad institucional y se vulnera la idea de que ciertos cargos deben mantenerse al margen de los vaivenes políticos. Y, sobre todo, se devalúa la Constitución: se vuelve un documento que se cumple solo cuando conviene, o que se adapta a las necesidades del poder en turno.