El 30 de noviembre, el calendario marcó el Día Mundial de la Ciberseguridad. La fecha, que debería servir para evaluar avances y fortalecer defensas, en nuestro contexto actual se siente más como un recordatorio incómodo de nuestras carencias. La conmemoración llega en un momento crítico: las recientes y recurrentes filtraciones de información sensible en instituciones gubernamentales han dejado de ser incidentes técnicos aislados para convertirse en una crisis de seguridad nacional.
La realidad es ineludible: el Estado mexicano está bajo asedio digital y nuestras murallas son de papel.
La vulneración de sistemas públicos no es solo un problema de TI; es una erosión directa de la soberanía. En el siglo XXI, la soberanía ya no reside únicamente en el territorio físico o en el espacio aéreo, sino en la capacidad de una nación para controlar, resguardar y gestionar sus propios datos. Cuando una entidad gubernamental es hackeada y la información de millones de ciudadanos —desde datos fiscales hasta expedientes de salud o seguridad— termina subastada en foros clandestinos, el Estado falla en su mandato más básico: la protección de su gente.
¿Por qué seguimos siendo tan vulnerables? Porque hemos tratado la ciberseguridad como un lujo administrativo o un gasto postergable, en lugar de verla como el cimiento de la gobernabilidad moderna. La transformación digital sin seguridad no es progreso, es negligencia.
La recurrencia de estos incidentes demuestra que los “parches” actuales son insuficientes. Los memorándums internos y las buenas intenciones no detienen el “ransomware”. Es urgente dejar de reaccionar y empezar a gobernar el ciberespacio mexicano.
Para lograrlo, necesitamos una “Estrategia Nacional de Ciberseguridad” que sea, ante todo, vinculante. No necesitamos más guías de recomendaciones opcionales. Requerimos un marco legal robusto que obligue a todas las entidades públicas —federales, estatales y municipales— a cumplir con estándares internacionales de protección de la información.
Esta estrategia debe sostenerse sobre dos pilares que hoy brillan por su ausencia: presupuesto y responsabilidad. Primero, la ciberseguridad cuesta. Pretender blindar al Estado con “austeridad” es dejar la puerta abierta a los criminales. Se requiere inversión etiquetada específicamente para infraestructura defensiva, monitoreo continuo y, crucialmente, para la capacitación y retención de talento especializado. Segundo, debe haber consecuencias. La cadena de mando debe tener responsabilidades claras. Si una dependencia no actualiza sus sistemas o ignora protocolos básicos, debe existir una rendición de cuentas administrativa y legal.
La confianza en el gobierno se construye con resultados, pero se mantiene con certeza. Si el ciudadano no puede confiar en que el Estado guardará sus secretos, la legitimidad institucional se desmorona. O tomamos el control de nuestra información hoy, o aceptamos ser rehenes digitales más pronto que tarde.