La Trampa de la Nueva Ley de Aguas

Necesitamos una nueva Ley de Aguas, porque la que tenemos es una herencia deformada de la que el salinato expidió en 1992: misma que nació con una visión privatizadora que abrió la puerta a privilegios para grandes empresas y concentró el acceso al recurso en muy pocas manos.

Hoy, esa herencia se traduce en una cifra obscena, porque el 1% de la población en México —o sea los más poderosos— controlan poco más del 20% del agua nacional. Un dato que no solo duele, sino que desnuda la estructura de poder que opera detrás de algo que debería ser un derecho humano básico.

La Comisión Nacional del Agua (Conagua) tiene registradas 530 mil concesiones de agua, las cuales principalmente brindan beneficios a empresas que usan el líquido como herramienta base de su producción en ramos como la minería, la producción de leche, manufactura y productos de consumo masivo. No hace falta decir marcas; todas y todos sabemos quiénes dominan el mercado. Mientras tanto, millones de personas en comunidades rurales dependen de sistemas precarios, permisos inseguros y reglas enmarañadas para sobrevivir.

Y es aquí donde la discusión se vuelve urgente: ¿Qué está pidiendo el campesinado frente a esta nueva ley? Porque no es un capricho, es una defensa frente a un cambio legal que puede terminar siendo devastador:

Primero, se oponen a la prohibición de heredar títulos de concesión. Para un campesino, la tierra sin agua no vale nada. El título no es un papel, es lo que le da valor a su patrimonio y garantiza la subsistencia de sus familias. Si la nueva ley les impide transferirlo, lo que hace de facto es facilitar un proceso de expropiación silenciosa, empujando a las familias a perder lo único que les queda: su tierra.

Segundo, alertan que la reforma se diseña en términos que favorecen a quienes ya tienen capital. Un ejemplo es la exigencia de sistemas de riego tecnificados, altamente costosos, que se presentan como “soluciones sustentables”. Para las grandes empresas, estos costos son un gasto deducible; para un pequeño productor son un boleto a la quiebra. La ley los coloca en una carrera desigual donde el costo de ajustarse te condena o te expulsa.

Tercero, denuncian que esta ley, tal como está planteada, los deja sin capacidad de competir ni de defenderse. Porque mientras ellos quedan obligados a modernizarse bajo condiciones imposibles, quienes sí tienen los recursos podrán cumplir, expandirse y consolidar su control territorial. El resultado no es equidad hídrica, es la aceleración de la concentración del acceso al agua, bajo el disfraz de modernidad.

No se trata de negar que existen abusos o que el modelo actual sea sostenible. Sí, hay prácticas que deben terminar: el tráfico de concesiones, el uso indiscriminado, la corrupción institucionalizada. Pero esta ley, en lugar de confrontar el problema estructural, lo maquilla para servir a los mismos actores que lo provocaron. Es una “modernización” que no democratiza, sino que reorganiza el privilegio.

El agua no puede seguir tratándose como un negocio para unos pocos, mientras millones luchan por regar lo mínimo para sobrevivir. Si la política pública no entiende que el cambio climático no es solo sequía, sino desigualdad, estaremos escribiendo una ley para quienes no necesitan salvarse, sino asegurarse.

Una nueva ley es urgente. Pero no una que despoje a las familias campesinas, criminalice su pobreza técnica y legalice la victoria del poder económico. Necesitamos una reforma que no solo regule, sino que repare. Que no solo administre, sino que redistribuya. Que no siga siendo un instrumento para que los de siempre sigan siendo los dueños del agua.