Los planes de paz dados a conocer recientemente respecto a la invasión rusa de Ucrania, revelan más de lo que aparentan. Uno con 28 puntos, impulsado desde el entorno de Trump con claras influencias rusas; otro, reducido a 19 puntos tras negociaciones en Ginebra, que busca una salida más aceptable para Kiev y Europa Occidental. Ambos, producto de la promesa rota de no buscar expandir la OTAN hacia el Este, una vieja herida en la memoria estratégica rusa.
El plan original de 28 puntos, presentado por el empresario Steve Witkoff con el respaldo del trumpismo, recoge varias exigencias clave de Moscú: el reconocimiento de Crimea, Lugansk y Donetsk como territorios rusos, la imposición de límites estrictos al tamaño del ejército ucraniano y la inclusión en la Constitución ucraniana de una cláusula que prohíba su ingreso en la OTAN. A cambio, se ofrece un paquete que combina garantías de seguridad, elecciones supervisadas y un ambicioso programa de reconstrucción financiado, en parte, con activos rusos congelados en Occidente. Uno de los aspectos más reveladores de la propuesta es precisamente el destino de esos fondos: el plan prevé que el 50 % (unos 100 mil millones de euros) se utilice para proyectos de reconstrucción que deberán adjudicarse exclusivamente a empresas estadunidenses, mientras que el resto se destinaría a la creación de un fondo de inversión conjunto entre Estados Unidos y Rusia, orientado a proyectos bilaterales. Ganar-ganar para algunos.
Como era de esperarse, esa fórmula no ha caído bien en Europa. Los europeos, con Macron a la cabeza, defienden que estos activos se utilicen, bajo supervisión internacional, para reparar el daño causado por la agresión rusa y sin que ello implique beneficios para Moscú. Trump, en cambio, plantea una redistribución donde Estados Unidos capitaliza la reconstrucción con contratos garantizados para empresas propias y una coparticipación con Rusia en los beneficios futuros.
En cambio, una versión de 19 puntos negociada en Ginebra con presencia de Ucrania y sus aliados europeos, introduce algunas modificaciones relevantes: desaparece la exigencia de limitar el ejército ucraniano a 600 mil efectivos (el nuevo texto propone un máximo de 800 mil), y se mantienen como no negociables tanto la integridad territorial de Ucrania como su derecho soberano a definir alianzas, incluida su aspiración de ingreso a la OTAN. Las cláusulas más conflictivas del plan de Trump, desde la perspectiva de Kiev y de Bruselas, quedan así excluidas del documento, aunque no necesariamente fuera de la agenda.
Al final, todo remite a una promesa no escrita, formulada mientras la URSS se disolvía: que la OTAN no se expandiría hacia el Este. Pero lo hizo. En 1999 se unieron Polonia, Hungría y la República Checa; en 2004, los países bálticos, Bulgaria, Rumania, Eslovaquia y Eslovenia; en 2009, Croacia y Albania; en 2017, Montenegro; y en 2020, Macedonia del Norte. La guerra en Ucrania es consecuencia de esa fractura y de la narrativa estratégica de Moscú desde entonces. Por ello, lo que se negocia ahora no es solo el final de un conflicto, sino el tipo de orden político que prevalecerá en Europa, en un momento en que su aliado histórico, Estados Unidos, se muestra cada vez menos fiable.