En tiempos donde la información circula más rápido de lo que podemos procesarla, pensar se ha vuelto un acto de rebeldía. Reflexionar, estudiar, analizar y cuestionar parecen habilidades en extinción, justo cuando más las necesitamos. Sin embargo, el pensamiento crítico —ese que incomoda, que duda, que exige— no es un lujo académico, sino una condición indispensable para que una sociedad funcione. Sin él, la ciudadanía se debilita, el debate público se empobrece y el poder pierde contrapesos.
La evidencia internacional es contundente. La OCDE ha mostrado que los países con mayor nivel de educación cívica y participación informada cuentan con gobiernos más eficaces y menores niveles de corrupción. El Banco Mundial, en sus indicadores de gobernanza, señala que las democracias donde la ciudadanía está mejor informada, presentan mejores resultados en control de la corrupción, calidad regulatoria y desempeño institucional. En otras palabras: cuando la sociedad piensa, el gobierno funciona. Y cuando no, las instituciones se deterioran con rapidez.
Este vínculo entre ciudadanía crítica y buen gobierno ha sido ilustrado magistralmente por Daron Acemoglu y James A. Robinson en “El pasillo estrecho”. Ellos explican que la libertad no se conquista de una vez y para siempre, sino que debe caminarse día a día en un corredor angosto donde el Estado y la sociedad mantienen una tensión creativa. Si el Estado se debilita, surge el caos; si la sociedad se debilita, aparece el autoritarismo. La libertad sólo avanza cuando ambos son fuertes y se vigilan mutuamente.
Ahí reside el corazón de esta reflexión: una sociedad que no piensa se sale del pasillo estrecho. Un pueblo que no cuestiona termina gobernado por la inercia, por la propaganda o por la improvisación. Una juventud que no se informa queda condenada a repetir los errores del pasado. Y una democracia sin ciudadanos críticos es, en realidad, un gobierno sin contrapesos.
Por eso urge reivindicar el valor del estudio, de la profesionalización, de la lectura profunda y no solo del consumo superficial de información. Los jóvenes merecen herramientas para interpretar el mundo, no solo para navegarlo; para exigir cuentas, no solo para aplaudir o rechazar según la emoción del día. La capacidad de analizar políticas públicas, evaluar decisiones gubernamentales, distinguir hechos de discursos, no surge por accidente: se forma, se cultiva, se practica.
Las sociedades mejor preparadas no son las que están de acuerdo en todo, sino las que discuten mejor. Las que contrastan datos, las que debaten ideas, las que corrigen sus rumbos. Las que educan a sus jóvenes para que no crean todo lo que leen, pero tampoco renuncien a entender lo que pasa a su alrededor. Porque un ciudadano crítico no es un opositor automático: es alguien que participa, que observa, que exige, que protege su libertad.
Hoy, más que nunca, necesitamos jóvenes que piensen. Jóvenes que no teman cuestionar al gobierno, a las instituciones, a los discursos fáciles y también a sí mismos. Jóvenes que no acepten el conformismo como forma de vida. Jóvenes que caminen, con decisión y conocimiento, por ese pasillo estrecho que mantiene viva a la democracia.
Porque, al final, una sociedad que piensa es una sociedad que se defiende. Y una sociedad que se defiende es una sociedad que avanza.