Tenemos que hablar de “Avatar: Fuego y cenizas”. No sólo porque se trate del último gran estreno del año, sino porque ya he empezado a ver cómo divide opiniones. Aquí es justo apuntar que no, yo no soy el más fan de la saga de James Cameron y, sin embargo, reconozco que las tres películas de la franquicia me han parecido muy divertidas: Pura entretención y una gran demostración de cine maximalista que aporta, incluso, más de lo que se ve a simple vista.
Dicho esto, asumo que ha quedado claro que la tercera entrega es puro espectáculo, pura exuberancia audiovisual, un gran show técnico y artesanal. La cinta tiene escenas de acción impresionantes, efectos visuales de punta, un acabado estético prístino y un universo envolvente, con personajes que nos gustan y nos preocupan.
La buena noticia es que, además, “Avatar: Fuego y cenizas” sigue siendo un despliegue hollywoodense que nos da contenido sustancioso con carácter accesible: De nueva cuenta, el relato acentúa su discurso sobre la batalla entre el mundo humano y el mundo natural, sobre la codicia de nuestra especie, sobre la defensa del territorio y sobre aquellos que invaden para apropiarse del patrimonio ajeno. Estas temáticas son mi parte favorita de esta mitología, bordada por los hilos de la ciencia ficción y la fantasía.
Pero —aquí viene el pero— tengo que decir que esta tercera cinta me ha parecido reiterativa. Primero, porque repite lo que ya se dijo en las entregas previas; vuelve sobre lo mismo. Los temas son ricos e importantes, pero el comentario no se expande (como sí sucedió entre la primera y la segunda cintas). Segundo, esto provoca que la nueva trama empuje poco hacia adelante: Es como si hubiéramos avanzado lo mínimo en términos argumentales. Yo salí muy entretenido, pero con la sensación de estar un poco atorado en el mismo lugar. ¿Será porque vamos por la mitad del relato? (Recordemos que nos quedan dos películas por delante: una para 2029 y otra —la conclusiva— para 2031). Esta reflexión queda como tarea para todos los “estructuralistas” de los arcos dramáticos en cine.
En fin, subrayo que es entretenidísima: Las más de tres horas arden como el fuego (o se van como el agua, según se prefiera). Pandora sigue en la cumbre del maximalismo hollywoodense. Es épica. Es sci-fi. Es excelencia plástica. Es comercial. Y es un evento de los que me gustan, porque nos da una excusa para reunirnos todos en el territorio común que son las salas de cine, sin importar nuestras diferencias. Porque frente a la gran pantalla, de pronto, estamos unidos otra vez. Todos peleamos del lado de los Na’vi por la libertad, por la igualdad, por la interconexión con los otros —sin importar si son iguales o diferentes a mí—, contra el colonialismo, contra el extractivismo. De pronto, todos juntos aplaudimos la empatía, el respeto y la resistencia justificada. Y todo por culpa de unos “monotes” azules de otro mundo que, si miramos de cerca, podríamos ser nosotros. Nomás que no somos: Todavía nos parecemos más a los malos de ese cuento.