La Suprema Corte de Justicia de la Nación ha dado recientemente un paso que, por su trascendencia, merece una reflexión seria y crítica. Bajo el argumento de garantizar la “justicia material”, la Corte —la autodenominada Corte “electa por el pueblo”— ha validado la creación de una figura procesal que denomina nulidad de juicio concluido. En los hechos, se trata de una vía extraordinaria para reabrir sentencias firmes, lo que implica una afectación directa al principio de cosa juzgada, uno de los pilares del Estado constitucional de derecho.
Una de las explicaciones públicas de esta figura fue dada por la ministra Lenia Batres, quien sostuvo que la nulidad de juicio concluido permitiría anular sentencias definitivas cuando éstas se hayan obtenido mediante pruebas falsas o actos fraudulentos. Según su argumento, esta acción evitaría que la cosa juzgada se convierta en refugio de decisiones injustas y funcionaría como un mecanismo para combatir la corrupción judicial y el fraude procesal, sobre todo cuando los medios ordinarios de impugnación ya se encuentran agotados.
El razonamiento, en apariencia, resulta atractivo: ¿Quién podría oponerse a que se corrijan sentencias basadas en pruebas falsas? Sin embargo, el problema no está en la intención declarada, sino en las consecuencias institucionales de abrir una puerta tan peligrosa. La cosa juzgada no es un capricho del formalismo jurídico; es la garantía de certeza, estabilidad y seguridad jurídica. Sin ella, ningún proceso termina realmente y ningún derecho queda plenamente protegido.
La propia ministra reconoce —aunque de manera contradictoria— que la cosa juzgada existe para evitar que los litigios se prolonguen indefinidamente y para dotar de definitividad a las decisiones judiciales. El problema es que, con esta nueva figura, la excepción amenaza con convertirse en regla. Bastará alegar, ex post, que una prueba fue falsa o que existió simulación procesal para intentar reabrir cualquier juicio concluido, incluso años después.
Aquí radica el verdadero riesgo: una Corte políticamente alineada o ideológicamente comprometida podría utilizar esta herramienta para revisar, revertir o anular decisiones que no le resulten convenientes, bajo el pretexto de supuestas irregularidades probatorias. El estándar para determinar qué es una “prueba falsa” o un “acto fraudulento” queda peligrosamente abierto, sujeto a la discrecionalidad del órgano que juzga.
En un contexto como el actual, donde la integración de la Suprema Corte ha sido cuestionada —no solo por el mecanismo de elección, sino por el uso generalizado de “acordeones” que condicionaron la voluntad del electorado—, otorgar a ese mismo órgano la facultad de reabrir sentencias firmes es, cuando menos, alarmante. La independencia judicial no solo debe existir al momento de dictar sentencia, sino también al decidir si una sentencia puede o no sobrevivir en el tiempo.
La cosa juzgada es el punto final del conflicto jurídico; es la promesa que hace el Estado a los ciudadanos de que, una vez agotados los recursos, el litigio termina. Debilitarla es debilitar la confianza en el sistema de justicia. Si las sentencias pueden ser reabiertas indefinidamente, el derecho se vuelve provisional, la seguridad jurídica se diluye y la justicia se transforma en un terreno movedizo, sujeto a la correlación de fuerzas del momento.
Combatir la corrupción judicial es indispensable, pero hacerlo a costa de dinamitar los principios estructurales del proceso es un error que puede salir muy caro. El remedio, en este caso, corre el riesgo de ser más peligroso que la enfermedad. Y cuando una Corte empieza a relativizar la cosa juzgada, lo que está en juego no es un juicio en particular, sino la certeza misma del orden constitucional.