Todavía estamos a tiempo

Hace unos días, en una conversación prenavideña, alguien dijo algo que se me quedó grabado: “Ya no sé si este país tenga arreglo”. No lo dijo con enojo, sino con cansancio. Ese cansancio que se acumula cuando la política decepciona, cuando las promesas se repiten y la realidad no cambia al ritmo que queremos. Sin embargo, ahí mismo, en esa frase, estaba la pregunta que me sigue dando vueltas en la cabeza y que vale la pena hacernos al cierre de este año: ¿De verdad ya no hay tiempo?, ¿de verdad ya no se puede?

La respuesta, aunque no sea cómoda, es clara: Todavía tenemos tiempo de enderezar al país y darle la forma que queremos y merecemos. No porque todo esté bien, sino precisamente porque no lo está. Porque cuando un país se resigna es cuando más rápido se descompone, pero cuando decidimos no cruzarnos de brazos, las cosas —aunque cuesten— empiezan a moverse. Este año ha sido de grandes aprendizajes, y este 2025 tres sectores nos dejaron valiosas lecciones: Las y los jóvenes que con el movimiento de la Generación Z dejaron claro que se sienten excluidos y vulnerables, pero que sin pudor alguno tomarán las riendas del futuro que quieren; el sector agricultor que, tras perder parte de su cosecha, han visto que lo poco que les queda está mal pagado, pero deciden no quedarse en silencio, se sumaron a otros y alzaron la voz paralizando al país en busca de respuestas, porque entiende que sin reglas justas el campo se muere despacio; y el tercero son los transportistas que salen a trabajar entre inseguridad y costos crecientes, pero eligieron organizarse porque saben que su trabajo sostiene a miles de familias más.

Ninguno busca el conflicto por gusto: Todos entienden que la inconformidad es, muchas veces, una forma de supervivencia y de amor por el país. Estas historias no son excepcionales. Son el reflejo de una ciudadanía que, a pesar de todo, sigue creyendo que vale la pena luchar por lo que es justo. Y ahí está la clave. El problema no es que la política falle —porque lo hace—, sino creer que todo depende exclusivamente de ella. Cuando dejamos todo en manos de la clase política, renunciamos a una parte de nuestro poder como sociedad.

Cerrar el año no debería empujarnos a la desesperanza, sino a la claridad. Es una de las bondades de estas fechas, que nos llevan a entender que vigilar, exigir y participar no es ser negativo, es ser responsable. Que inconformarse no rompe al país; lo rompe la indiferencia. Que señalar errores no divide; lo que divide es el silencio cómodo frente a los abusos. Todavía estamos a tiempo. Tiempo para no normalizar lo que duele. Tiempo para no aceptar que la corrupción, la violencia o la desigualdad sean parte del paisaje. Tiempo para recordarnos que la democracia no se hereda ni se delega por completo: Se ejerce.

En la conversación cotidiana, en la organización de fuerzas para conseguir algo, en la exigencia constante para que las cosas sean como nosotras y nosotros queremos. Este no es un llamado a la confrontación permanente ni a la polarización estéril. Es una invitación a reconciliarnos con nuestra responsabilidad como ciudadanía a pesar de la desesperanza que a veces nos inunda. A entender que el país que queremos no se construye solo con discursos ni con buenas intenciones, sino con una sociedad despierta, crítica y participativa.

Ahí está la clave. Al final, quizá la pregunta no sea si el país tiene arreglo, sino si nosotras y nosotros estamos dispuestos a involucrarnos lo suficiente para enderezarlo. Porque sí: todavía estamos a tiempo de darle la forma que queremos y merecemos. Ese tiempo comienza ahora, cuando decidimos no cruzarnos de brazos.