El Gobierno federal vuelve a la carga con una estrategia fiscal que, bajo el discurso de la eficiencia recaudatoria y el combate a la evasión, esconde un abuso sistemático contra los ingresos de millones de mexicanos. Lo que viene en 2026 no es una simple modernización del SAT, sino una expansión agresiva del poder fiscal del Estado, aplicada en un contexto de encarecimiento de la vida, informalidad laboral y salarios que no alcanzan.
El problema no es pagar impuestos. El problema es cuándo, cómo y a quién se le cobran. Mientras más de la mitad de los trabajadores sobrevive en la informalidad y apenas una cuarta parte se beneficia del aumento al salario mínimo, el Gobierno decide apretar todavía más a quienes sí están dentro del radar fiscal; es decir, a los cautivos de siempre: asalariados formales, pequeños ahorradores, contribuyentes cumplidos y consumidores.
El aumento al IEPS en bebidas azucaradas, tabaco y apuestas se vende como una medida de salud o regulación social. En realidad, es una vía rápida para exprimir ingresos fáciles. Gravar bebidas light, sueros o entretenimiento digital no cambia hábitos, sólo encarece la vida cotidiana.
Más grave aún es el incremento al ISR sobre rendimientos. Subir la retención cuando las tasas van a la baja es un mensaje claro: ahorrar en México cada vez vale menos la pena. El pequeño inversionista no es evasor ni millonario, pero será tratado como fuente inagotable de recursos para un Estado que gasta mal y rinde poco.
La vigilancia del consumo digital en tiempo real cruza una línea peligrosa. No se trata sólo de combatir la discrepancia fiscal, sino de normalizar la fiscalización preventiva de la vida cotidiana. Plataformas obligadas a reportar cada gasto, alertas automáticas por “vivir por encima de lo declarado” y amenazas de bloqueo a empresas configuran un modelo de control que sacrifica privacidad y presunción de inocencia en nombre de la recaudación.
El combate a las facturas falsas es necesario, pero también abre la puerta a excesos. Revisiones retroactivas de hasta cinco años, cancelación de sellos digitales y presunción de culpabilidad colocan al contribuyente en desventaja frente a una autoridad todopoderosa.
La pregunta de fondo es simple: ¿Para qué quiere más dinero el Gobierno? Si los servicios públicos no mejoran, si la seguridad no llega y si la transparencia sigue ausente, lo que se percibe no es una reforma fiscal, sino un abuso fiscal. Y ese abuso termina minando la confianza, desincentivando el ahorro y empujando, paradójicamente, a más mexicanos hacia la informalidad. Ese es el verdadero costo social.