Como si se tratara de una broma del Día de los Santos Inocentes, el gobernador de Jalisco anunció el incremento a la tarifa del transporte público. Un incremento del 47.3%, que llevará el pasaje de $9.50 a $14 pesos. Nada menor. Nada simbólico. Un golpe directo al bolsillo de quienes menos tienen, de quienes dependen del transporte público para estudiar, trabajar o simplemente llegar a su destino.
Es cierto: durante años no hubo una actualización a las tarifas del transporte. Ese argumento es real y atendible. Pero una cosa es reconocer una deuda histórica y otra muy distinta es pretender saldarla toda de un solo golpe, con un incremento muy cercano al 50%, completamente fuera de proporción y de lógica social. Distinto habría sido anunciar ajustes graduales, anuales y apegados a la inflación.
El transporte público no es un lujo ni un servicio accesorio; es un derecho y una necesidad para la movilidad y una condición básica para el desarrollo urbano. En grandes ciudades, donde el poder adquisitivo se ha visto mermado por el encarecimiento general de bienes y servicios, elevar de manera tan abrupta el costo del transporte impacta directamente en la calidad de vida de los usuarios.
Paradójicamente, una tarifa tan elevada genera el incentivo contrario al que cualquier política moderna de movilidad debería perseguir: muchas personas podrían concluir que resulta más rentable adquirir una motocicleta o incluso un automóvil usado que pagar diariamente un transporte público cada vez más caro. El resultado es previsible: más vehículos en circulación, mayor congestión, más contaminación y una ciudad todavía más caótica. La movilidad deja de ser un derecho y se convierte en un privilegio.
Para dimensionar el despropósito, basta una comparación sencilla. En la Ciudad de México, el pasaje cuesta $9.50 pesos, tras el incremento anunciado el pasado 1 de noviembre (antes costaba $7.50). Un sistema que —hay que decirlo con honestidad— cuenta con una red de transporte público ampliamente superior en términos de interconexión, cobertura y opciones.
A ello se suma un elemento particularmente preocupante: el gobernador anunció que quienes cuenten con la tarjeta “Al estilo Jalisco” pagarán 11 pesos, mientras que el resto deberá cubrir los 14 pesos completos. El mensaje implícito es claro: si te afilias, pagas menos; si no lo haces, asumes el castigo. Se introduce así una lógica peligrosa de ciudadanos de primera y de segunda, condicionando el “subsidio” a un servicio público esencial a la adhesión —explícita o implícita— a un programa de gobierno, que promociona la adquisición de una tarjeta o monedero electrónico.
El debate de fondo no es si el transporte público debía o no actualizar su tarifa. La verdadera discusión es cómo, cuánto y para quién. De entrada, es evidente que un ajuste de esta naturaleza no es una decisión sencilla para ningún gobierno. Sin embargo, el porcentaje autorizado abre un legítimo cuestionamiento sobre la proporcionalidad de la medida y sobre si el impacto social fue ponderado con la sensibilidad que un servicio público esencial exige.