Conectar al país no puede costarnos la seguridad

México necesita infraestructura. Necesita trenes, carreteras, puertos y sistemas de transporte que acerquen regiones, reduzcan tiempos y abran oportunidades. Eso no está en discusión. El problema aparece cuando ese impulso por avanzar se hace con prisa, cuando la urgencia política pesa más que el cuidado y cuando la idea de “ya quedó” sustituye a la responsabilidad de hacer bien las cosas.

Este debate no es nuevo. En numerosas ocasiones, desde la Comisión de Zonas Metropolitanas de la Cámara de Diputados —que tengo el honor de presidir— hemos insistido en la importancia de mejorar la conectividad y la movilidad. Hablar de desarrollo también es hablar de trayectos más cortos y asequibles, de ciudades mejor comunicadas y de regiones que dejen de estar aisladas. Pero siempre hemos sido claros en que la seguridad no debe ser un detalle técnico ni un trámite administrativo; es la base de cualquier proyecto. Debe pensarse desde el proyecto ejecutivo, cuidarse durante la ejecución de la obra y atenderse todos los días con mantenimiento y supervisión constante.

El descarrilamiento del Tren Interoceánico el pasado fin de semana nos obliga a regresar a esa conversación. No basta con decir que es una obra estratégica o que traerá beneficios a largo plazo. Lo primero que debe garantizar cualquier infraestructura es que funcione sin poner en riesgo a quienes la usan. Cuando algo falla, las consecuencias no se quedan en un informe: llegan a afectar directo a la vida cotidiana de las personas. Además, no estamos frente a un hecho aislado. En los últimos años hemos visto cómo distintos proyectos y áreas estratégicas acumulan incidentes.

El Tren Maya ha registrado diversos percances desde que comenzó a operar; la Sedena y Marina han enfrentado recientemente accidentes graves en aviones, barcos y helicópteros; ahora se suma el Tren Interoceánico. No son casos idénticos, pero sí revelan una constante que no puede seguir ignorándose.

La narrativa institucional suele refugiarse en que se trata de “accidentes” o “eventos excepcionales”. Sin embargo, cuando los episodios se repiten en distintos frentes —trenes, aeronaves y transporte estratégico— lo fortuito deja de ser argumento y se convierte en alerta. Lo que ahora vemos es un patrón que exige revisión, correcciones y decisiones responsables.

Gobernar también es saber frenar, ajustar el rumbo y reconocer que no todo puede acelerarse sin consecuencias. No se trata de estar en contra de la infraestructura ni de frenar el desarrollo. Se trata de entender que las obras no terminan el día de la inauguración. Requieren presupuesto y claridad para contar con mantenimiento, personal capacitado, protocolos claros y voluntad política para corregir errores cuando algo no está funcionando.

Cuando eso se descuida, los proyectos dejan de ser solución y se convierten en problemas y desgracias que en el peor de los casos enlutan al país. México necesita conectarse, moverse mejor y crecer. Pero ese camino no puede construirse sacrificando lo más básico: la seguridad de las personas. No hay obra emblemática que justifique errores, ni progreso que valga si existen riesgos.

¿Con qué confianza nos apropiaremos de esos proyectos prioritarios? Conectar al país es una tarea urgente, pero hacerlo a cualquier costo no es gobernar, es improvisar. La infraestructura no puede medirse solo por la velocidad con la que se construye ni por la foto del día de la inauguración. Se mide por su capacidad de funcionar bien, de durar y de no poner en riesgo a nadie. Cuando la seguridad se vuelve secundaria, el problema no es un accidente: es un modelo que normaliza el error.

Y ese es un riesgo que México no puede seguir corriendo.