Venezuela

El pasado 28 de julio se llevó a cabo el proceso electoral por la presidencia de la República Bolivariana de Venezuela, en la que Nicolás Maduro se presentaba para reelegirse por tercera ocasión frente a Edmundo González, que aglutinó a la mayor parte de la oposición en una elección compleja y desigual, en un país que ha venido perdiendo sus instituciones autónomas y en donde se vive desde hace ya muchos años, un régimen soportado por las fuerzas armadas y un populismo de izquierda más cercano a una autocracia electoral que a una democracia plena.

Fue claro, evidente y con actas en las manos, que Edmundo González ganó por un amplio margen al régimen tropical chavista-madurista; es imposible mantener el discurso de Maduro y aliados, vociferando que ganaron dicha elección, frente a la contundencia de las actas y frente a la opacidad oficial, ante la avalancha de votos.

En Venezuela pasaron de la autocracia electoral, en donde la legitimación del poder se da, de conformidad a la definición de Mauricio Merino “… en esos regímenes se apela al respaldo popular para justificar la concentración de los poderes en un solo individuo y en el grupo que lo apoya. Los rasgos emblemáticos de esa forma de gobierno incluyen la anulación de los controles democráticos, la degradación de la deliberación pública, la sustitución del libre acceso a la información por la propaganda política emitida por el régimen, el ataque a los medios de comunicación y a las organizaciones de la sociedad civil, el abuso de las facultades en demérito de los derechos de las minorías, la confrontación directa con el Poder Judicial independiente y la sumisión política del poder Legislativo…”. Aclarando que esta definición del doctor Merino tiene como contexto el escenario nacional, aunque con una pequeña modificación (la sumisión del Poder Judicial) queda a la perfección con lo que sucede en Venezuela y que camina a convertirse en una verdadera dictadura.

En donde se tiene el férreo control de la autoridad electoral, del Poder Legislativo y del Poder Judicial que de manera casi cómica, de no ser trágica, justificaron el “triunfo” de Maduro en una versión no creíble en ningún sentido, y que fue denostada por la mayoría de naciones en el planeta y frente a ominosos silencios, entre ellos el de México.

Considero al canciller Juan Ramón de la Fuente una persona altamente inteligente, prudente y capaz; espero que este 10 de enero, fecha de la toma de protesta del nuevo presidente venezolano, el gobierno mexicano no tenga representación diplomática alguna, en el entendido que la decisión no está en potestad del secretario de Relaciones Exteriores, sino de la presidenta de la República.
Espero que podamos seguir el camino del presidente Boric, de Chile, que de manera abierta condenó el fraude electoral; del propio presidente brasileño Lula da Silva, que con mucho esfuerzo acabó reconociendo que lo que se vive en Venezuela no es una democracia, y del rechazo casi total de Occidente.

No se puede ser omiso en este asunto. No es un tema de ideologías, es un tema de defender la democracia en cualquier país del planeta y particularmente de América Latina. Es necesario que ante el fraude, el resto de los países democráticos ejerzan las presiones a las que se tienen alcance, como sucedió con la república de Paraguay que reconoce a Edmundo González como presidente electo y le solicita al personal de la embajada venezolana que salgan de esa nación en 48 horas, en un digno ejemplo de apoyo a la inmensa mayoría del pueblo venezolano, que habló con fuerza en las urnas.