La obesidad infantil es uno de los desafíos más urgentes en materia de salud pública del siglo XXI en México. Resulta profundamente contradictorio prohibir alimentos chatarra dentro de las escuelas, mientras a tan solo unos pasos —afuera del plantel— un puesto ambulante ofrece los mismos productos. Hacer cumplir los lineamientos que mencioné en mi columna pasada va más allá del papel o del enfoque prohibicionista: exige una transformación cultural en torno a la alimentación.
Contar con un marco regulatorio es, sin duda, un gran avance que debe celebrarse. Ya lo hicimos en 2014, cuando se publicó el Acuerdo de los Lineamientos Generales para el Expendio y Distribución de Alimentos y Bebidas Preparados y Procesados en las Escuelas del Sistema Educativo Nacional . Pero hoy México necesita dejar de celebrar normativas y comenzar a celebrar resultados tangibles, eficaces y contundentes frente al reto de la obesidad infantil.
La forma en que se visualiza un entorno escolar varía, dependiendo del cristal con el que se mire. Para mí, el concepto de Healthy Campus —una visión internacional que ha transformado escuelas en espacios integrales de bienestar físico, emocional, ambiental y comunitario— representa el modelo al que deberían aspirar todas las instituciones educativas.
Un campus saludable no es aquel que simplemente restringe la venta de refrescos en su cooperativa escolar, sino el que cultiva huertos escolares, garantiza agua potable gratuita, ofrece acceso a alimentos frescos y seguros, y promueve activamente una cultura alimentaria crítica. Es aquel que convierte el comedor en un laboratorio de nutrición y cocina, y transforma el receso en un espacio de descubrimiento corporal y mental. En términos sencillos, es aquel que ve a su estudiantado como personas integrales, no como cifras de un índice de masa corporal.
Una de las principales batallas que debemos dar en México es dejar de tratar la obesidad infantil como un problema de voluntad individual —como si dejar de comprar una torta con refresco dependiera exclusivamente del niño que la consume— y reconocer que estamos frente a un sistema que ofrece esa opción como la única posible.
Si las multas por incumplimiento de los lineamientos escolares no se destinan a transformar estos entornos, entonces no estamos educando: estamos simplemente castigando. Lo urgente es invertir en construir una cultura de alimentación consciente, crítica y comunitaria.
Educar cuesta, sí. Pero ignorar el problema nos ha llevado a ocupar un lamentable primer lugar mundial en obesidad infantil, y lo más grave: a reducir la calidad de vida de millones de niñas y niños que merecen crecer sanos.
Es tiempo de dejar de multar el síntoma y comenzar a sanar el sistema.