En los últimos años, hablar de salud mental se ha vuelto parte de nuestra vida diaria. Esto es, sin duda, un logro social importante: pedir ayuda psicológica ya no es visto como una debilidad, sino como un acto de responsabilidad personal. Sin embargo, también enfrentamos un nuevo reto: el riesgo de ver como enfermedad lo que a veces es parte inherente de la convivencia cotidiana.
Situaciones como sentir tristeza tras una pérdida, angustia frente a un cambio o inseguridad ante decisiones importantes, han sido parte de la experiencia humana desde siempre. Hoy, muchas de estas emociones se interpretan como síntomas de un trastorno. Esta tendencia, conocida como inflación diagnóstica, ha ampliado tanto los criterios de enfermedad que corremos el riesgo de etiquetar lo cotidiano como patológico.
Esto no significa que desestimamos buscar ayuda o apoyo, más bien repensar las modalidades y alcances de estas ayudas o apoyos. Fomentar la seguridad social, las relaciones profundas y de conexión o consultar a un profesional de salud mental, puede ser crucial en momentos de confusión o procesos de adaptación, siempre y cuando se oriente al cuidado integral y no exclusivamente a la medicalización. La promoción del bienestar —a través del ejercicio, el arte, la buena alimentación, el descanso, la vida social y cultural— es tanto o más importante que los tratamientos clínicos.
También es cierto que mirar hacia dentro, reflexionar sobre quiénes somos y qué sentimos, es un ejercicio esencial para el crecimiento personal. Sin embargo, esa introspección debe estar equilibrada con otras formas de exploración: el contacto humano, la convivencia, el compromiso social y el diseño de una vida con sentido. La salud y el bienestar florecen en redes de apoyo y en entornos que promueven vínculos sanos, no solo en el análisis individual.
Más allá del bienestar personal, la salud también es una responsabilidad colectiva. Como sociedad, necesitamos crear espacios donde las personas se sientan vistas, escuchadas y acompañadas. No todo se resuelve en terapias psicológicas o farmacológicas, pero casi todo mejora con relaciones significativas, afecto auténtico y comunidad.
Por ello, repensar la salud mental no es negar el sufrimiento ni restarle valor al acompañamiento profesional. Es, más bien, recuperar una mirada amplia: una que incluya tanto la validación del malestar como el fomento de recursos personales y sociales para afrontarlo. Es confiar en que podemos sanar no solo con diagnósticos, sino con escucha, presencia y propósito.
En tiempos de sobreinformación y soledad disfrazada de conexión digital, volver al encuentro humano puede ser el mejor antídoto contra la fragilización. Porque cuidar la salud y el bienestar no es solo cuestión de atender lo que está mal, sino de cultivar activamente todo aquello que nos hace bien.