En una sociedad marcada por el vértigo de la productividad y el avance tecnológico, el cuerpo permanece demasiado quieto. Nos movemos poco y eso tiene consecuencias. El ejercicio físico más allá de solo una actividad en la agenda, es una expresión vital y un recurso poderoso para la salud individual, pero también una forma de fortalecer los vínculos sociales que nos sostienen.
En tiempos donde la ansiedad, la depresión y el estrés crónico aumentan, el ejercicio emerge como una estrategia eficaz de prevención y tratamiento. Su práctica regular favorece la liberación de endorfinas, mejora el ánimo, la calidad del sueño y el sentido de control sobre la propia vida.
Sin embargo, aún se le asocia con metas exigentes o estéticas, olvidando su dimensión más humana. Para algunos, es disciplina y logro; para otros, un espacio de encuentro, introspección o conexión con los demás. El desafío es cambiar la mirada: entender el ejercicio como una herramienta flexible, accesible y profundamente transformadora.
Las actividades físicas compartidas —caminatas, clases comunitarias, deportes en grupo— además de promover la salud, también generan cohesión social. Son una salida del ritmo acelerado y una oportunidad de construir comunidad, pertenencia y bienestar colectivo.
El impacto del ejercicio físico trasciende el ámbito personal, reduce los costos en salud pública y contribuye a una sociedad más participativa. En otras palabras, no sólo transforma a quien lo realiza, también favorece —de forma indirecta pero eficazmente— al entorno en que se vive. Mover nuestro cuerpo puede ser el primer paso para transformar también el entorno. Porque quien se mueve, cambia. Y al cambiar, puede inspirar a otros.