Solo hasta el año 2021, México contó por primera vez con una Encuesta Nacional sobre Diversidad Sexual y de Género (ENDISEG). En un país donde más de 5 millones de personas se identifican como parte de la población LGBTQIA+, haber tardado tanto en medir esta realidad nos habla de una deuda histórica: la invisibilidad sistemática que perpetúa brechas de desigualdad en salud, educación y empleo.
Los datos son contundentes cuando los contrastamos con más información. De acuerdo con la Encuesta Nacional sobre Discriminación (ENADIS, 2022), el 41.8% de las personas LGBTQIA+ reportó haber sido discriminada. Más aún, más del 15% declaró evitar acudir a servicios médicos por temor a recibir un trato discriminatorio. En el ámbito laboral, 3 de cada 10 personas temen perder su empleo por su orientación sexual. ¿A qué podemos aspirar como sociedad si el acceso a derechos tan elementales sigue condicionado injustamente al prejuicio de quién brinda un servicio?
La salud, como bien universal, debe ser un baluarte, no un riesgo condicionado. Cuando una persona evita ir al médico por miedo al rechazo, no estamos fallando solo como sistema de salud, sino como sociedad entera. La discriminación institucionalizada va más allá de la vulneración a derechos esenciales, es también un agravante físico, emocional y social, difícil de reparar.
Por ello, las instituciones educativas y del sector salud tienen la obligación ética y constitutiva de erradicar cualquier forma de discriminación. No basta con “tolerar”; se debe garantizar el respeto, la inclusión y la formación continua del personal en temas de diversidad sexual y de género. Las universidades deben formar profesionales capaces de brindar atención digna, libre de estigmas, mientras los hospitales y centros de salud deben ser espacios seguros para todas las personas, sin excepción.
En este mes del orgullo LGBT+ que terminó, el llamado es claro: la lucha no termina aquí y tampoco se trata de simular al izar una bandera multicolor. Hay que asumir el compromiso real en la reducción de las brechas y garantizar el acceso con equidad a servicios de salud. Porque el acceso a la salud no puede –ni debe– tener preferencia por género e identidad.