La pandemia por COVID-19 no solo interrumpió nuestras rutinas: las desmanteló. De pronto, lo que dábamos por hecho —el trabajo, la escuela, los abrazos, incluso el tiempo— se volvió incierto. Durante esos meses de confinamiento, muchos redescubrieron prioridades, replantearon metas y juraron que, al volver a la “normalidad”, vivirían con más intención.
Pero la pregunta, ahora que los cubrebocas y los geles desinfectantes quedaron como recuerdos de una época reciente, es incómoda: ¿regresamos a una vida más plena o simplemente activamos el piloto automático?
Desde la psicología, la respuesta parece inclinarse a lo segundo. Aquel impulso inicial de transformación —motivado por la amenaza, el duelo, o la pausa forzada— se ha ido desvaneciendo. Y es que la motivación, aunque poderosa, es volátil. Nace del deseo, de un estímulo emocional o una revelación momentánea. Pero para alcanzar metas reales —las que importan, las que se construyen a lo largo del tiempo— hace falta más que motivación: hace falta disciplina.
Después de una experiencia como la pandemia, era lógico sentirnos empujados a “aprovechar el tiempo”, a “no dejar nada para después”. Sin embargo, la euforia del cambio muchas veces quedó atrapada en agendas saturadas y notificaciones constantes. En lugar de una vida más consciente, volvimos a una productividad automática, disfrazada de eficiencia.
La disciplina, en contraste, es ese músculo mental que nos permite avanzar incluso cuando no hay emoción de por medio. Es la capacidad de sostener nuestras decisiones cuando la inspiración se ha ido, cuando la rutina pesa, cuando nadie nos observa. Es, en muchos sentidos, una forma de autocuidado.
En tiempos donde abundan las frases motivacionales, vale la pena recordar que lo que realmente transforma vidas no es la motivación momentánea sino la práctica constante. La meta de cuidarnos más, de estudiar algo nuevo, de construir relaciones significativas o de mejorar nuestra salud mental no puede depender de un “mañana lo haré”, sino de un “hoy empiezo y mañana continúo, aunque no tenga ganas”.
En esa nueva carrera, no gana quien más motivación tiene, sino quien sabe construir rutinas, priorizar lo que importa y cultivar la constancia. Porque quizá no necesitamos una nueva normalidad, sino una nueva forma de vivir con intención, sostenida no por la urgencia del miedo, sino por la disciplina de quienes saben que el cambio real no se improvisa: se entrena.