En continuidad con la reflexión planteada la semana pasada, vale la pena detenernos —sin estridencias— en lo que hoy se ha denominado la “súper gripa”, asociada al virus de la influenza A (H3N2). No se trata de un fenómeno nuevo ni de un virus desconocido; sin embargo, por su capacidad de transmitirse con rapidez y generar cuadros respiratorios más intensos en ciertos grupos, nos recuerda la importancia de no bajar la guardia. La influenza sigue siendo parte de nuestro entorno estacional y, como tal, exige algo tan sencillo y poderoso como la vigilancia colectiva y el cuidado mutuo.
Hablar de vigilancia no es hablar de alarma, sino de responsabilidad. Es reconocer los síntomas a tiempo, evitar contagiar a otros cuando estamos enfermos, proteger a quienes sabemos que son más vulnerables y mantener hábitos que aprendimos —y comprobamos— que funcionan. La experiencia reciente nos enseñó que la salud no es un asunto individual, sino profundamente comunitario: Lo que hacemos o dejamos de hacer tiene impacto en los demás.
En ese sentido, la vacunación vuelve a ocupar un lugar central. La vacuna contra la influenza, actualizada cada temporada, protege contra la variante H3N2 subclado K y ha demostrado ser una herramienta eficaz para reducir complicaciones, hospitalizaciones y desenlaces graves. No evita todos los contagios, pero sí modifica de manera sustantiva la evolución de la enfermedad. Por ello, vacunarse ha dejado de ser solo un acto de protección personal y ha transitado a una decisión solidaria, basada en evidencia, que fortalece la respuesta colectiva frente a virus que, inevitablemente, seguirán circulando.
Cuidarnos, mantener la vigilancia genómica y epidemiológica y, sobre todo, vacunarnos, no es un retroceso ni una señal de miedo; es la expresión madura de una sociedad que aprendió que la prevención, cuando se construye en comunidad, sigue siendo la mejor estrategia.